La primera vez que entré en un nevero tenía 12 años. Estaba de campamento, y nunca había oído hablar de ellos. Entramos por el desagüe, gateando, y ese tunel claustrofóbico fue un trance que pagaría a gusto mil veces con tal de repetir aquella sensación de verme en un inmenso agujero oscuro, bajo tierra, donde tanto fresquito hacía (daba gusto, era pleno agosto). Allí nos contaron cómo se guardaba y aplastaba la nieve, para llevarla por las noches en burro a las ciudades cuando no había frigoríficos...
Sin saberlo, plantaron una buena semillita en mí aquellos monitores.
La primera vez que entré en un nevero tenía 12 años. Estaba de campamento, y nunca había oído hablar de ellos. Entramos por el desagüe, gateando, y ese tunel claustrofóbico fue un trance que pagaría a gusto mil veces con tal de repetir aquella sensación de verme en un inmenso agujero oscuro, bajo tierra, donde tanto fresquito hacía (daba gusto, era pleno agosto). Allí nos contaron cómo se guardaba y aplastaba la nieve, para llevarla por las noches en burro a las ciudades cuando no había frigoríficos...
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